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  • Enrique Bonet

Silencio: ruido de vida


Acabamos de dejar el verano atrás… y durante estos meses mucha gente, además de descansar, se dedica a seguir la vida de los famosos. Cantidad de páginas, de webs… hablando de tal torero, de tal actriz, de tal futbolista… Qué hacen, donde pasan las vacaciones, si se van o no, con quién están… Y para producir toda esta cantidad enorme de información y de material gráfico, estas personas están constantemente asediadas. Periodistas, paparazzis, admiradores. Gente, luces, voces.


Cuando vemos un documental sobre algún cantante podemos ver lo mismo. La vida de la fama parece bonita, a todo el mundo le gusta tener admiradores, followers, likes; pero el día a día es duro. En cuanto sales de casa, no tienes vida personal; estás expuesto y todo el mundo piensa que tienes la obligación de atenderles; no puedes decepcionar, son tus fans.


Ahora, haciendo este rato de oración, abrimos los ojos de la imaginación y te miramos a ti Jesús, y nos damos cuenta de que no debía de ser muy diferente lo que tú sufriste. Con el agravante de que las zorras tienen madrigueras, pero el Hijo del hombre no tiene un lugar donde reposar la cabeza.


–Jesús, Tú no tenías casa. Ibas de aquí para allá; dormías al raso, o a veces invitado en casa de alguien; siempre expuesto.

No tenías una habitación donde cerrarte y aislarte. No tenías ese tiempo para uno mismo que tanto nos gusta. Tiempo para mis cosas; Tú no lo tenías, Jesús.


Está continuamente rodeado de gente. Gente que viene. Gente que va. Gente que llora, que gime de dolor, que le pide: ¡Jesús hijo de David, cúrame! ¡Ten piedad de mí! Se le acercan, lo tocan, le piden. Habla con uno y mientras habla otro grita piropeándole; o pidiéndole un milagro.


Paran a comer y no le dejan. Viene gente a su lado. Sin encomendarse ni a Dios ni al diablo y se pone a charlar con él. Y Jesús no puede comer.


En este contexto se entiende que los apóstoles echaran a los niños y dijeran ¡basta ya! ¡dejadle por lo menos comer!

Pero a diferencia de muchos famosos que enloquecen, que tienen que tomar drogas para aguantar la presión; el Señor sabe parar.

Después de la multiplicación de los panes, que nos cuenta San Juan, dice el Evangelista:


Cuando la gente vio la señal que Él había hecho, empezaron a decir:

Realmente, éste es el profeta que tenía que venir al mundo.

Jesús se dio cuenta que venían a llevárselo para hacerlo rey, y se retiró otra vez a solas en la montaña (Jn 6, 14 ).

Jesús se va solo. Se aísla. Para hablar con su padre. Para hacer oración.


Y sabemos que esto no es un momento puntual. Los evangelios, que no pretenden ser exhaustivos, nos reportan muchas ocasiones en las que Jesús se va solo a rezar. De hecho, fíjate que el evangelio dice se retiró “otra vez” solo...


¡Qué bonito! Yo quiero aprender de Jesús esto. Buscar el silencio para encontrar a Dios. ¡Qué provechosas son nuestros ratos de silencio, de oración!


Cada rato de plegaria es un pequeño sábado santo en el que podemos rumiar los acontecimientos que hemos vivido y mirarlos con fe, con calma. Y después del silencio del sábado santo, viene la resurrección.


¡¡Qué diferente se ve el Viernes Santo desde el Domingo de Resurrección!! Cambia todo. Así nos cambia la mirada la oración.

– Qué diferente se ven las cosas después de hablar contigo, Jesús Resucitado. Tú nos enseñas a apreciar cómo nos ayuda el silencio; el recogimiento.

...se retiró otra vez a solas en la montaña...

–Ayúdame a saber buscar la soledad, para encontrarte en Ti en la oración.

Quizás algunos de vosotros habéis podido hacer submarinismo este verano. Si no sois profesionales, lo que hacemos el común de los mortales es ponernos las aletas, las gafas de bucear, el snorkel y ¡venga! Empezamos a mirar el fondo marino, quizás cerca de la costa y a unos buenos dos metros del suelo marino, desde la superficie del agua. De este modo te lo puedes pasar bien, pero es difícil ver algo interesante.


Por contra, si uno se pone un equipo con bombona de oxígeno puede bajar más, mirar con calma, inspeccionar los rincones y agujeros que hay entre las rocas... y entonces, verá cosas que desde la superficie era imposible contemplar. Cuando bajas al fondo todo es diferente.


Con nuestra alma puede suceder lo mismo. Nos ponemos a hacer la oración y estamos constantemente sometidos a fuerzas que nos impiden sumergirnos, bajar a las profundidades de nuestra alma, donde está el Señor.


Miles de cadenas hacen que no bajemos al fondo y nos quedamos en una oración superficial, una oración «de snorkel» -podríamos decir-.

Sí, vemos el fondo, tenemos ideas sobrenaturales, pero de lejos, sin detalles y sacando con frecuencia la cabeza del agua. Así es imposible contemplar plenamente la belleza.


«En Occidente hemos construido una civilización de la extraversión: siempre estamos fuera, somos incapaces de interioridad; hemos olvidado estar dentro de nosotros mismos, si es que alguna vez lo hemos aprendido. Nuestra desenfrenada búsqueda de estímulos externos revela la pobreza de nuestra consistencia personal.


Procuramos entre-tenernos porque no sabemos intra-tenernos...» (Pablo de Ors).


Al celebrar la fiesta de San Agustín se lee en la liturgia de las horas un texto bien conocido que es reflejo de lo que fue su vida.


«¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! y tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por de fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas que tú creaste. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían».


Yo te buscaba fuera y tú estás dentro. Y nosotros, como el Santo de Hipona, nos abalanzamos –incluso durante los ratos de oración– sobre las cosas que sin Ti no serían.

– Señor, te pedimos que hagas en nosotros como hicieras con Agustín: «Me llamaste y clamaste, y quebraste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume, y lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti; me tocaste, y deseo con ansia la paz que procede de ti» (Confesiones, X,27,38).


–Que también en nuestros ratos de oración oigamos tu clamor, veamos tu fulgor, sintamos tu fragancia, bebamos de tu agua.


Insiste un autor espiritual: «Nuestro problema es sencillamente que no sabemos mirar. No sostenemos la mirada. Saltamos de una cosa a la otra sin permitir que el milagro de la vida se haga visible».


–Dios mío, ayúdame a mirarte sin distraerme. A darte tiempo para que me lleves al fondo y poder ver tu belleza.


¿Qué me distrae cuando estamos juntos Jesús? ¿Qué hace que aparte la mirada de Ti?

«El ruido es hoy el principal terrorista».

Y no es tanto el ruido exterior; es el ruido que tenemos por dentro. El constante reclamo de nuestra atención hacia fuera que nos impide ver a Dios que está dentro.


Decía san Juan de la Cruz en su Cántico: «qué más quieres, alma, y que buscas fuera de ti misma, si dentro de ti tienes tu riqueza, tu gozo, tu satisfacción?» (S. JUAN DE CRUZ, Cántico espiritual, 1, 8).


¿Que más quieres? ¿Qué buscas fuera? Regnum Dei intra vos est. ¡El Reino de Dios está dentro de vosotros!


–Señor, quiero darte mi atención plenamente, en nuestros tiempos de meditación.


Lo vemos a menudo en los matrimonios, en personas que se quieren… pero no suficiente. Se puede estar juntos pero a kilómetros de distancia. Mirando el móvil, oyendo al que habla al lado pero sin escucharle.


A veces, ante el Santísimo, ante tu Presencia real ¿dónde estoy? Estoy lejos.

– Jesús, en mi oración yo te quiero dar mi atención 100%.


Porque, como decía una autora: «Estar atentos es tanto como amar; amar y estar atento es exactamente lo mismo».


En esta sociedad de dispersión, de superficialidad, de noticias que son como fuegos artificiales en las que no se sabe como acaba la historia. En esta sociedad superficial, donde los problemas se plantean en sistema binario: buenos y malos, sin matices, sin profundidad; yo quiero ser profundo. ¡Y como nos ayuda a esto la oración!


Entramos a la oración desde el tiempo, pero en ella vemos con ojos de eternidad. Entramos desde los hechos, pero vemos la providencia. Entramos desde las preocupaciones, pero vemos las oportunidades que nos da la mano de Dios.


¡Cuánto bien nos hace la oración!... cuando la hacemos "en silencio por dentro".

Por eso nos recomienda San Juan Crisóstomo: «Está bien que cierres la puerta de la habitación, pero Dios quiere otra cosa antes que esto: que cierres las puertas del alma». (S. JUAN CRISÓSTOMO Se. sobre S. Mateo 31).


Lo decía también San Josemaría:


«Distraerte. —Necesitas distraerte!..., abriendo bastante los ojos porque entren bien las imágenes de las cosas, o cerrándolos casi, por exigencias de tu miopía.


Ciérralos del todo!: empieza a tener vida interior, y verás, con colores y relevos insospechados, las maravillas de un mundo mejor, de un mundo nuevo: y tendrás trato con Dios..., y conocerás tu miseria... y te deificarás... con una plenitud que, al acercarte a tu Padre, te hará más hermano de tus hermanos los hombres» (Camino, 283).


Como Jesús, que no se dejaba llevar por el trasiego externo y se separaba cada día un rato para estar «a solas con quién sabemos que nos ama».


¡Cómo deseaban los santos los tiempos de oración; los tiempos de recogimiento! Tiempos dispersión-free. Sin distraerse en otras cosas. Sin curiosidades.


San Gregorio Magno decía: «grave y pernicioso se el vicio de la curiosidad, que a la vez que inclina la mente para que rebusque en la vida de los otros, a uno mismo le oculta su propio interior. Así conociendo lo de los otros, acaba desconociéndose a sí mismo. Será pues tan ignorante en el que le corresponde, como sabio en aquello que no le corresponde» (S. GREGORIO MAGNO, Se. 36 sobre los Evang.).


Debemos tener curiosidad; de conocer mejor cómo es Dios.

–¿Cómo eres? ¿Qué quieres? ¿Qué piensas de esto que me preocupa?

Santa María es de todo menos alocada, superficial, inconstante, ligera… Es como una roca golpeada por las olas: bella y fuerte; a la vez constante, firme y ponderada.


– ¿Cómo lo consigues María? Y ella nos contesta: Muy fácil, porque meditaba todas estas cosas en mi corazón.


Porque las hablaba con el Altísimo. Porque en mis ratos de oración estaba recogida, bajaba a las profundidades de Dios, y Él me hacía ver las cosas con ojos de eternidad.



Enrique Bonet

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