A veces usamos frases que aunque tengan un significado concreto, literal, tienen también toda una historia detrás y eso le da un significado más amplio de lo que el propio texto dice.
Todos los días pronunciamos en Misa una frase de ese tipo, algo que dice una cosa concreta, pero que tiene una historia detrás que la enriquece enormemente.
La decimos antes de comulgar… y no es amén.
Señor, no soy digno de que entre en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme…
No es simplemente un acto de fe, sino el final de toda una historia, el compendio de una actitud vital de una persona.
Nos lo cuentan los tres sinópticos.
Cuando Jesús terminó de hablar a la gente, se fue a Cafarnaún.
Vivía allí un centurión romano, cuyo criado, al que quería mucho, se encontraba a punto de morir. Habiendo oído hablar de Jesús, el centurión envió a unos ancianos de los judíos a rogarle que fuera a sanar a su criado. Ellos se presentaron a Jesús y le rogaron mucho, diciendo:
–Este centurión merece que le ayudes, porque ama a nuestra nación. Él mismo hizo construir nuestra sinagoga.
Jesús fue con ellos, pero cuando ya estaban cerca de la casa el centurión le envió unos amigos a decirle:
–Señor, no te molestes, porque yo no merezco que entres en mi casa. Por eso, ni siquiera me atreví a ir en persona a buscarte. Solamente di una palabra y mi criado se curará. Porque yo mismo estoy bajo órdenes superiores, y a la vez tengo soldados bajo mi mando. Cuando a uno de ellos le digo que vaya, va; cuando a otro le digo que venga, viene; y cuando ordeno a mi criado que haga algo, lo hace.
Al oír esto, Jesús se quedó admirado, y mirando a la gente que le seguía dijo:
–Os aseguro que ni aun en Israel he encontrado tanta fe como en este hombre.
Al regresar a la casa, los enviados encontraron que el criado ya estaba sano.
El centurión es un personaje que pasa desapercibido en el Evangelio, pero este hombre es un crack.
–Os aseguro que ni aun en Israel he encontrado tanta fe como en este hombre.
Tiene más fe que todos los judíos; lo dice el mismo Jesús. Nadie, en el pueblo elegido, ha tenido la fe que tiene este.
No hay varón nacido de mujer mayor que Juan Bautista, pero después de este elogio, seguramente lo siguiente es esto que le dice al centurión.
¿Y quién es este militar romano? No sabemos mucho. De hecho, no sabemos nada, pero algunas cosas se ven.
Era un hombre sencillo. Era una persona influyente, pero que es capaz de, ante un problema, pedir ayuda.
Estaba preocupado por su criado y se lo dice a sus amigos judíos. Cuando pedimos ayuda nos mostramos vulnerables y no le importa aparecer vulnerable, con problemas, con heridas. Lo dice. Es sencillo. Pide ayuda.
-Yo con esto no puedo; no se que hacer; no encuentro la solución. Ayudadme.
Y sus amigos judíos le hablan del profeta Jesús de Nazareth.
¿Qué le dirían sus amigos judíos? Seguramente estos amigos no son los fariseos, que desconfiaban de Jesús; no. Éstos, le cuentan tales cosas, que hace que este pagano crea más que los propios judíos. Aparece la fe.
La fe, que no es simplemente creer en unos contenidos doctrinales. El centurión, esa persona de la que Jesús dice que no ha encontrado fe mayor en Israel, no es una persona que crea en la Trinidad. No cree que Jesús es el hijo de Dios.
No cree en la Inmaculada Concepción. En la comunión de los santos. No profesa la moral que Jesús predica.
Quizás ni siquiera tiene clara la idea de un Dios monoteísta.
No. La fe del centurión, mayor de la cual no se encuentra en Israel, no es un conocimiento. La fe del centurión es sobre todo confianza.
La fe del centurión es grande porque se fía de Jesús.
Señor, hoy te pedimos esta fe.
Si uno mira en wikipedia la palabra dogma, aparecen un listado de creencias. Dogmas sobre Dios. Sobre Jesús. Sobre la Virgen.
Y sí, es verdad, los cristianos creemos una serie de verdades, de conceptos. Pero sólo eso no es la fe. Ya lo dice Santiago: también los demonios creen. También el diablo podría firmar una declaración de fe en la Trinidad.
Pero el alma de la fe no es la profesión de un credo. Evidentemente también, pero eso es consecuencia de núcleo de la fe; del alma de la fe.
Y el alma de la fe es lo que dice el centurión: estoy en tus manos. Confío plenamente en ti.
No hace falta que vengas si no quieres. Di sólo una palabra.
Confío plenamente en lo que hagas.
Confío plenamente en lo que estás haciendo en mi vida.
Confío plenamente en ti. Estoy en tus manos.
En el libro Roma dulce hogar se cuenta algo que viene muy al caso. Scott se convierte al catolicismo y empieza a hablar con su mujer sobre la fe. Ella es hija de un pastor protestante y no quiere ni pensar en la posibilidad de convertirse.
La mujer de Scott, Kimberly, presbiteriana entonces, narra una conversación con su padre en un momento de su vida en el que ve cómo la razón la va conduciendo a la plenitud de la fe en la Iglesia católica, mientras su corazón se resiste con todas sus fuerzas a tomar esa dirección. Sufría una crisis interior muy semejante, quizá, a la que padecen algunos al plantearse una posible entrega a Dios: se ve con el entendimiento el camino a seguir, pero la voluntad se resiste.
Cuenta Kimberly: «Poco antes de que nuestra hija naciera tuve una importante conversación con mi padre. Él es uno de los hombres más piadosos que conozco, realmente el padre que yo necesitaba para conducirme a mi Padre celestial. Él detectó tristeza en mi voz y me preguntó:
—Kimberly, ¿rezas tú la oración que yo rezo diariamente? ¿Dices: “Señor, iré donde tú quieras que vaya, haré lo que tú quieras que haga, diré lo que tú quieras que diga y entregaré lo que tú quieras que entregue?”.
—No, papá, en estos días no estoy rezando esa oración.
Él no tenía idea de la agonía que yo estaba sufriendo por el hecho de que scott fuera católico. Dijo, sinceramente afectado:
—¡No lo estás haciendo!
—Papá, tengo miedo de hacerlo. Tengo miedo de que rezar esa oración podría significar mi adhesión a la Iglesia católica romana. ¡Y yo nunca me convertiré en una católica romana!
—Kimberly, no creo que esto signifique que tengas que convertirte.
Lo que sí significa es que o Jesucristo es el Señor de toda tu vida o no es para nada tu Señor.
Tú no le dices al Señor a dónde quieres o no quieres ir. Lo que le dices es que estás a su disposición. Esto es lo que más me preocupa, más que el hecho de que te hagas católica romana o no. De lo contrario, estarías endureciendo tu corazón para el Señor. Si no puedes rezar esa oración, pide a Dios la gracia de poderla rezar, hasta que puedas rezarla. Ábrele tu corazón: puedes confiar en Él.
Estaba asumiendo muchos riesgos al decir eso.
Durante treinta días recé diariamente: “Dios mío, dame la gracia de poder rezar esa oración”. Tenía mucho miedo de que al rezarla estuviera sellando mi destino: tendría que despojarme de mi capacidad de pensar, olvidar lo que hubiera en mi corazón y seguir a Scott como una imbécil hacia la Iglesia católica.
Por fin, me sentí dispuesta a rezarla, confiándole al Señor las consecuencias. Lo que descubrí entonces fue que yo misma me había hecho una jaula y, en vez de cerrarla con llave, el Señor había abierto las puertas para dejarme libre. Mi corazón saltaba. Ahora me sentía libre para querer estudiar y comprobar, para empezar a examinar las cosas con un cierto sentido de gozo otra vez. Ahora podía decir: “Está bien, Señor, no eran estos mis planes para mi vida, pero tus planes son los mejores para mí. ¿Qué quieres hacer en mi corazón?, ¿en mi matrimonio?, ¿en nuestra familia?”
Esta es el alma de la fe, decir: –Señor mi vida está en tus manos.
Señor, yo mismo estoy bajo órdenes superiores, y a la vez tengo soldados bajo mi mando. Cuando a uno de ellos le digo que vaya, va; cuando a otro le digo que venga, viene; y cuando ordeno a mi criado que haga algo, lo hace.
Sé que lo que tu digas se hará. Cuando tu quieras, como tu quieras; solo tengo que dejarte guiarme.
Esto es la fe. Fiarse. Fiarse de Jesús. Fiarse 100% de que es mejor que Él lleve mi vida.
“Señor, iré donde tú quieras que vaya, haré lo que tú quieras que haga, diré lo que tú quieras que diga y entregaré lo que tú quieras que entregue”.
Señor, auméntame la fe.
Señor, que yo sepa reírme de mis planes, cuando tu me propones otros.
Que con mi confianza en Dios deje que él haga maravillas en mi vida.
Así rezaba San Charles de Foucauld
«Padre mío,
me abandono a Ti.
Haz de mí lo que quieras.
Lo que hagas de mí te lo agradezco,
estoy dispuesto a todo,
lo acepto todo,
con tal que Tu voluntad se haga en mí
y en todas tus criaturas.
No deseo nada más, Dios mío.
Pongo mi vida en Tus manos.
Te la doy, Dios mío,
con todo el amor de mi corazón,
porque te amo,
y porque para mí amarte es darme,
entregarme en Tus manos sin medida,
con infinita confianza,
porque Tú eres mi Padre».
Señor, di sólo una palabra y se curará mi siervo.
Di una palabra y se hará el bien para mi.
Quiero confiar más en ti.
Quiero confiar como María y decir siempre: que se haga en mí según tu palabra.
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