Este verano conocí a Álvaro. Un chaval discreto, más bien reservado y alegre. Iba a cumplir veinte años.
Cuando pensaba en él, en cómo describirle; me venía a la cabeza lo de la canción. Un hombre con la palabra precisa, y la sonrisa perfecta. Sabía hacer, con cariño y cierta ironía, un comentario gracioso; decir una palabra, una frase que sentenciaba o enfocaba la situación desde un punto de vista cómico.
Al volver de Kenya, a mediados de julio, los resultados para ver la evolución de su enfermedad, no fueron buenos. Había recidiva. El pronóstico fue empeorando, hasta el fatídico: “no tenemos ya opciones terapéuticas”.
Álvaro tenía amigos; y no pocos. Amigos con fe. Que se pusieron a rezar. Se crearon grupos de whatsapp y cientos de personas comenzaron a pedir el milagro de la curación.
Es lo que tiene el cristianismo. Creemos en los milagros. Creemos en “Dios Padre Todopoderoso”. Creemos que Dios lo puede todo. Puede curar un cáncer incurable.
Organizaron una vela de oración. Delante de Dios-Eucaristía cientos de personas de rodillas, junto con las hermanas y la madre de Álvaro, pidieron -pedimos- el imposible: la curación milagrosa.
He de confesar que para mí esa fue una oración tempestuosa. Venían a mi mente y a mi corazón las palabras del Señor que nos presidía desde el altar: en verdad os digo, que si dos de vosotros se pusieren de acuerdo en la tierra acerca de cualquiera cosa que pidieren, les será hecho por mi Padre que está en los cielos. Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos.
¿¡Cuántos más quieres!? Pensaba yo.
Y otras palabras del Señor: si tenéis fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: «Pásate de aquí allá», y se pasará; y nada os será imposible.
Señor, estamos aquí. Tenemos fe. Te lo pedimos en serio y somos cientos. ¿Te vas a desdecir? ¿Qué hay de tu palabra?
A los dos días de la vela de oración ingresaron a Álvaro en un hospital porque estaba ya muy mal. Yo seguía rezando con fe. A Dios le da igual le evolución clínica y el pronóstico. No es un problema.
Ayer, 7 de septiembre, por la noche nos comunicaron que Álvaro nos había dejado.
Y en mi oración, una pregunta: ¿por qué no has curado a Álvaro? Y un reproche -cariñoso, si queréis, pero con cierto enfado-: nos has defraudado, Jesús. Nos has engañado.
Hoy he vuelto a ponerme delante del Sagrario y he insistido en la pregunta: ¿por qué no curaste a Álvaro? Silencio. ¿Es que rezamos con poca fe?… yo creo que no. ¿Es que no éramos suficientes pidiéndote? Silencio.
Solo venía a mi corazón una imagen: la cara de Jesús, pacífica y con una leve sonrisa: te comprendo. El rostro sereno y la suave sonrisa que tendría un padre que ve la rabia de su hijo al que el médico le está poniendo una vacuna… ¿por que no haces nada para evitar mi dolor (piensa el hijo)?... pero papá solo puede mirarle con cariño.
Y venían también a mi alma unas palabras que le dijiste a Pedro: Lo que yo hago, tú no lo comprendes ahora; mas lo entenderás después.
¿Por qué no le curaste?
La cara de Jesús que sin hablar dice: confía. Y a su lado, la de Álvaro que dice: estoy bien, confía.
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