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  • Enrique Bonet

La esperanza no se pierde... ni lo último



Naamán, general del ejército del rey de Siria, era varón grande delante de su señor, quien lo tenía en alta estima, porque por medio de él había dado Dios salvación a Siria. Era este hombre valeroso en extremo, pero era leproso.


Nos acordamos de esta figura de la historia de Israel, se cuenta en el segundo libro de los Reyes y que Jesús la recuerda en uno de sus sermones.


Y de Siria habían salido bandas armadas, y habían llevado cautiva de la tierra de Israel a una muchacha, la cual servía a la mujer de Naamán. Ésta dijo a su señora: Si rogase mi señor al profeta que está en Samaria, él lo sanaría de su lepra.


Era el tiempo del profeta Eliseo y esta chica israelita le recomienda que vaya, para que pida su curación. El rey le da cartas y regalos y va para allá. Pero parece que no se cumplieron las expectativas del sirio.


Y vino Naamán con sus caballos y con su carro, y se paró a las puertas de la casa de Eliseo.

Entonces Eliseo le envió un mensajero, diciendo: Ve y lávate siete veces en el Jordán, y tu carne se te restaurará, y serás limpio.

Y Naamán se fue enfadado, diciendo: He aquí yo decía para mí: Saldrá él..., y estando en pie invocará el nombre de Yahvé su Dios, y alzará su mano y tocará el lugar, y sanará la lepra.

El Abaná y el Farpar, ríos de Damasco, ¿no son mejores que todas las aguas de Israel? ¿No puedo yo lavarme en ellos y ser limpio? Y se iba muy enojado.


Pero sus criados le dijeron: -Mira; Dios te podía haber pedido algo difícil y lo hubieras intentado. Pero te pide algo tan fácil como bañarte siete veces, en un río que es perfectamente accesible y te mosqueas.

Estamos empezando un nuevo curso. Recomienza la vida ordinaria. Se acaba el caos veraniego, el desorden y el estar pensando algo nuevo cada día. Ahora comienza lo que llaman "rutina". Pero nosotros sabemos que en la vida corriente; allí nos espera Dios. No en lo extraordinario.


Como a Naamán, Dios no nos pide que subamos un 8000; o que matemos un león con las manos como sansón (o Heracles). No.


Dios nos pide, báñate siete veces. Haz lo ordinario.

Y te pedimos Señor que no nos pase lo de Naamán. Que no despreciemos lo ordinario, porque allí estás tu. Porque en lo ordinario ofrecido a Dios, allí, lo sabemos Jesús, está nuestra eficacia.


El sirio Naamán bajó y se bañó en el Jordán siete veces, conforme a la palabra de Eliseo, el hombre de Dios, Y su carne volvió a ser como la de un niño pequeño: quedó limpio de su lepra.

Naamán y toda su comitiva regresaron al lugar donde se encontraba el hombre de Dios. Al llegar, se detuvo ante él exclamando:

«Ahora conozco que no hay en toda la tierra otro Dios que el de Israel. Recibe, pues, un presente de tu siervo».

Naamán entendió entonces el sentido curativo que tiene lo ordinario.

Y también otra cosa que nos sirve para el comienzo de curso: que no es lo mismo intentar algo seis veces, que siete.


Qué tontería. Repetir lo mismo siete veces.

¿Para qué hacer lo mismo tantas veces?

Una vez… y no pasa nada… ; dos veces… y no pasa nada… ; tres veces… y no pasa nada… ¿para qué probar hasta siete…?


Y Dios dice: –Ten esperanza. Vuelve a intentarlo.


Y en cada baño de Naamán, seguramente venía a su cabeza una voz gris que le repetía:


– ¿Para qué lo intentas otra vez? Qué tontería. Estás haciendo el ridículo. Ya te has lavado cuatro veces y no pasa nada. ¿Qué te hace pensar que va a ser distinta la séptima vez?


Muchas veces en nuestra vida oímos está voz. No lo intentes más; no lo vuelvas a intentar. ¿Por qué va a ser distinto esta vez? ¿Es que ha cambiado algo desde la ocasión anterior? ¡Déjalo ya!


Y hoy, tú, Señor nos dices. No es verdad. No es lo mismo ahora que la vez anterior. Es distinto; y hasta en las cosas de la tierra es distinto.

Recuerdo que en la carrera, cuando nos dieron Neumología, un día nos dio una clase un profesor invitado. Era un experto en cómo dejar de fumar. Nos habló de que la media de intentos para dejar de fumar era siete.

Y nos decía: cada intento fallido nos acerca a la intentona definitiva, al triunfo final.

El otro día preparando esta meditación leí que un estudio canadiense habla de treinta intentos. Los que sean, pero la moraleja es la misma: hay que intentarlo muchas veces y al final lo consigues.


Llevamos años, los que estamos aquí, intentando ser santos.

Señor Queremos ser santos pero también somos conscientes de que tras tiempo intentándolo, no lo hemos conseguido. Y podemos pensar: un curso más; ¿para qué intentar mejorar? Ya lo he intentado muchas veces.


Cada inicio de etapa en nuestra vida, nos proponemos nuevas metas: rezar más; estar más pendiente de Dios; cuidar la oración, ir a Misa…

Y oirás esa voz gris: -no lo intentes más; ¡qué humillación cuando vuelvas a fallar!


Tú, Señor, nos dices. Las batallas se ganan poco a poco.

En nuestra vida no podemos esperar que las cosas se consigan a la primera. Muchas veces ni a la segunda, ni a la tercera.

Nos gustan los golpes ganadores.

Sin embargo, hasta en el tennis las cosas van despacio, a su ritmo. El otro día en una charla, puse un video sobre el punto más largo de la historia -eso decía el título-. Es un momento de la final del Open USA de 2013. Nadal contra Djokovich. Era un momento delicado, porque a Nadal, si perdía el punto, le rompían el servicio y se le ponía el set cuesta arriba.


Era un punto difícil y ¿cómo lo encaran los mejores del mundo? Con paciencia y perseverancia. Nada de querer resolver el tema en dos golpes. No. Fueron cincuenta y dos golpes, hasta que uno de los dos falla.


Señor, hoy, al comienzo de este curso, ¿qué te pedimos? ¿Fuerza? ¿Decisión? ¿Coraje? ¿Puntos ganadores? Sí, podemos pedir esto pero sobre todo te pedimos esperanza.

Hay que hablar mucho y cultivar mucho las virtudes teologales: fe, esperanza y caridad. Que son como el rastro de Dios en el alma. Son las más importantes.

Porque en la esperanza hemos sido salvados[. . . ]. pero la esperanza que se ve, no es esperanza; porque lo que alguno ve, ¿a qué esperarlo? Pero si esperamos lo que no vemos, con paciencia lo aguardamos. (Rm 8,24-25).

Han abierto –hace algún año- los archivos que hablan del famoso tema de Pío XII y los judíos. Algunas voces en los años anteriores algunos historiadores se habían quejado de que ese Pontífice no hizo lo suficiente para evitar el exterminio de los judíos. Que calló. Que no hizo lo suficiente.


¿Quizás podía haber hecho más? Seguramente. Todos podemos hacer más.


Pero lo que dicen los documentos es que salvo -por su intervención directa- a quince mil judíos. Después, gracias a sus indicaciones, fomentando la su acogida y evacuación, indirectamente salvó a cientos de miles.


Pero nos podemos quedar en que podía haber hecho más y olvidarnos de lo que hizo.


En la vida espiritual a veces pasa lo mismo. Nos proponemos hacer algo: ir a Misa todos los días. Lo intentamos… vamos solo dos. Y a veces pensamos: no lo he conseguido. No ha servido para nada. Pero has ido dos días. Si no te lo hubieras propuesto, no habrías ido ninguno.


"No ha servido para nada". No es verdad.

Señor, te pedimos ser positivos en nuestra vida espiritual. No tener miedo a ponernos metas altas. Soñar sin miedo a fallar. A que no salga todo perfecto.


A soñar invitaba el Papa Francisco a los jóvenes y a soñar nos invita ahora:


Una palabra que cayó fuerte: soñar. Un escritor latinoamericano decía que las personas tenemos dos ojos, uno de carne y otro de vidrio.

Con el ojo de carne vemos lo que miramos. Con el ojo de vidrio vemos lo que soñamos. ¿Está lindo, eh?

En la objetividad de la vida tiene que entrar la capacidad de soñar. Y un joven que no es capaz de soñar, está clausurado en sí mismo, está cerrado en sí mismo. Cada uno a veces sueña cosas que nunca van a suceder, pero soñalas, desealas, busca horizontes, abrite, abrite a cosas grandes… No te arrugues, abrite. Abrite y soñá. Soñá que el mundo con vos puede ser distinto. Soñá que si vos ponés lo mejor de vos, vas a ayudar a que ese mundo sea distinto. No se olviden, sueñen. Por ahí, se les va la mano y sueñan demasiado, y la vida les corta el camino. No importa, sueñen… porque cuánto más grande es la capacidad de soñar, y la vida te deja a mitad camino, más camino has recorrido. Así que, primero, soñar.”


Báñate siete veces. Vuelve a probar. Sueña que esta vez sí lo conseguirás. Soñá


Inténtalo otra vez. Esto tan sencillo. No esperes hacer grandes obras. Un simple baño de agua. Inténtalo una vez, y dos y tres… y siete y diez... hasta que salga. Sin perder la esperanza. Sin dejar de mirar a Dios.


Entendiendo el valor que tiene cada victoria pequeña.


Ésas fueron las victorias de María; victorias que la hicieron la más santa.







Enrique Bonet Farriol


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