La tristeza y la alegría parecen algo involuntario y de lo que no somos responsables... pero la experiencia demuestra que son más voluntarias de lo que parecen... Nos lo cuenta muy bien J.L. Martín Descalzo en este artículo.
¿Quién no recuerda los años infantiles, en los que recitábamos de carrerilla la lista de los pecados capitales? «Los pecados capitales -decíamos- son siete: el primero, soberbia; el segundo, avaricia; el tercero, lujuria; el cuarto, ira; el quinto, gula; el sexto, envidia; el séptimo, pereza.»
La verdad es que no sabíamos muy bien qué significaba cada una de esas palabras, y menos aún qué fuera ese «apetito desordenados con el que, a continuación, las definíamos.
Lo que yo no sabía entonces (y acaba de descubrírmelo un gran amigo, José María García Escudero) es que, en los catecismos primitivos, los pecados capitales eran ocho, porque añadían, al final, el pecado de la tristeza,
y que fue San Gregorio Magno quien vio, como si fueran el mismo, el de la tristeza al de la pereza, con lo que ese entristecimiento quedó fuera de la tabla de los capitales.
Y, la verdad, pienso yo, es que fue una pena y una mala jugada la de San Gregorio, porque buena falta les hace a todos los hombres, y especialmente a los cristianos, que les recuerden que la tristeza no sólo es un error, sino también un verdadero pecado.
Claro que es necesario aclarar que no es lo mismo tristeza que dolor y sangre en el alma. Bastante tiene el que sufre con sufrir para que encima le digamos que eso es pecado. Y tampoco estoy hablando de esas ráfagas de tristeza que cruzan alguna vez incluso por las almas más santas y felices. Quien no conozca esas horas oscuras poco sabe de la vida. Y quien no acepte que a veces son inevitables es que no es muy comprensivo.
La tristeza que yo señalo como pecaminosa es la terca, esa especie de masoquismo en ver el mundo como pura oscuridad y, sobre todo, el olvidarse de que, incluso en medio de la noche, Dios sigue amando al hombre.
Cristo lo explicó muy bien en el Huerto de los Olivos. Allí, dicen los evangelistas, Cristo confesó que «estaba triste hasta la muerte» y, lógicamente, si Cristo, que era impecable, conoció hasta el fondo la tristeza, es que no toda tristeza es pecaminosa. Pero es que Cristo, aun en esa sima de amargura, no olvidó nunca que la voluntad de su Padre -y, por tanto, la alegría- estaba detrás de la tapia oscura del dolor.
La tristeza mala es, pues, la de quien se entrega a la tristeza, quien se rinde a ella, en el fondo por falta de coraje e incluso por comodidad.
Séneca explicó muy bien que «la tristeza, aun cuando esté justificada, muchas veces es sólo pereza, ya que nada necesita menos esfuerzo que estar triste».
Pero es que, de veras, ¿puede combatiese la tristeza? Desde luego. Un refrán chino lo explicaba muy bien: «No puedes evitar que el pájaro de tu tristeza vuele sobre tu cabeza, pero sí que anide en tu cabellera.» Efectivamente, a uno pueden darle disgustos; pero, en definitiva, siempre es Ubre de tomarlos o no, y de tomarlos con mayor o menor coraje y entereza, de modo que no acaben entenebreciendo nuestra alma. Y es que no hay bruma que, a la corta o a la larga, no sea desgarrada por el sol. Para quien no cierre los ojos voluntariamente, claro.
Por otro lado, toda tristeza puede ser compartida y, por tanto, dividida entre dos o destruida por dos. Cierto que el egoísmo de nuestro tiempo suele olvidar demasiado aquella obra de misericordia que era «consolar al triste», pero también lo es que hay personas que -por timidez o por lo que sea- prefieren encerrarse a sufrir solos antes que abrir el alma a los demás. Y eso sí que es un gran error.
¡Qué hermoso, en cambio, el oficio de consolar y alegrar a los demás! Los santos lo sabían muy bien. San Juan de la Cruz, a quien muchos han pintado como un hombre adusto y solitario, era, al contrario, un magnífico consolador.
Una de las normas de conducta que se imponía, cuando era superior de algún convento, era la de que jamás el súbdito saliera de su habitación entristecido.
Y se sabe que cuando veía algún fraile melancólico le cogía de la mano, le llevaba al campo y comenzaba a hablarle de la hermosura del mundo, la belleza de la hierba y las flores, la alegría de la creación, hasta que veía aflorar en sus labios una sonrisa.
Y la alegría puede coexistir con el dolor. Giovanni Papini lo explicó con el ejemplo de su precioso libro La felicidad del infeliz, en una de cuyas páginas escribe: «He perdido el uso de las piernas, de los brazos, de las manos, he llegado a estar casi ciego y casi mudo. Pero no hay que tener en menos estima lo que aún me queda, que es mucho y mejor: siempre tengo todavía la alegría de los otros dones que Dios me ha dado. Tengo, sobre todo, la fe.»
Sí, sí: la ayuda de Dios, el coraje y la fe son suficientes para desterrar toda tristeza. Y si, encima, contamos con amigos o familiares a quienes querer y que nos quieran, miel sobre hojuelas.
Porque seguramente es cierto aquello que solía repetir Léon Bloy: «La única verdadera tristeza es la de no ser santos», y si a alguien le asusta esta palabra, que diga que la única tristeza es la de no amar.
J.L.Martín Descalzo
Comments