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  • Enrique Bonet

El confinamiento de Dios

Actualizado: 16 abr 2020



Los que habéis tenido la suerte de estar en Tierra Santa habréis podido ver lo que os describo a continuación. En Nazareth, dentro de una iglesia, una reja cierra lo que podríamos llamar el fondo de una cueva. Allí, un altar con esta inscripción: verbum caro hic factum est. Aquí, el Verbo se hizo carne.

Es la casa de María. Y fue allí donde, según nos cuenta San Lucas, el ángel se apareció a María y le propuso ser madre de Dios. Ella se mostró conforme: He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra. Y al encanto de estas palabras virginales, el Verbo se hizo carne [1].

Dios se hizo hombre. La segunda persona de la Trinidad se hizo embrión.

Y comenzó el confinamiento de Dios en nuestra naturaleza humana.

Nunca ha dejado de sorprenderme esta forma de Dios de entrar en el mundo.

Podría haber venido -permitidme el ejemplo- en un huevo de luz caído de cielo, como Terminator II, y saliendo de él como adulto, empezar a predicar. Venir a la tierra… y ¡al lío!… a hacer milagros, a curar, a anunciar el Reino.

Pero no. Dios se hace embrión y se pasa nueve meses en el vientre de María. Un proceso, que a nosotros no nos costó demasiado, porque no éramos conscientes, pero la naturaleza divina de Cristo sí es consciente de ese confinamiento en el vientre de la Virgen. De lo absurdo de ese estar nueve meses sin hacer nada.

Por si fuera poco, después, Jesús nace como niño inútil. Y finalmente, pasa hasta los treinta escondido, aparentemente apartado de su misión redentora.

Dios llega al mundo y ¿qué hace? No hace nada.Ni siquiera se deja ver durante nueve meses.

Se confina.

Es una ejemplo para esos tiempos en que estamos en quasi inactividad forzosa. Pero es también un mazazo para nuestro activismo habitual. Una lección para nosotros que tantas veces nos creemos actores principales de la historia.

Una advertencia frente al afán de tener todo controlado, frente a la sensación -y al agobio- de sentirnos plenos responsables del éxito de nuestros hijos, de la prosperidad de nuestra familia, de la salvación de las almas que nos rodean… frente a esa vanidad encubierta en altruismo o en sentido del deber, ante ese “neopelagianismo autorreferencial y prometeico”; vanidad “de quienes en el fondo sólo confían en sus propias fuerzas” [2].

La Encarnación es la fiesta en la que el Hijo nos enseña a dejar que Dios actúe.

En catalán hay una forma tradicional de decir de los cristianos: que Déu faci més que nosaltres. Que Dios haga más que nosotros.

Aunque esté formulado como un deseo, es en realidad una profesión de fe. Es una afirmación. Evidentemente, Dios hace más que nosotros. Siempre. Esta frase sirve para recordárnoslo a nosotros mismos, porque muchas veces nos creemos que sí, Dios actúa, pero poca cosa haría sin mí…

La pandemia que estamos viviendo nos ayuda a entender esto.

Personalmente, me resulta gracioso pensar en todos los esfuerzos que he hecho a lo largo de mi vida, para animar a personas a que se retiraran unos días de sus ocupaciones habituales, para pensar en el porqué de sus vidas. Es tarea difícil. Algunos han aceptado la propuesta, quizás algunos centenares de personas.

Ahora, con un microorganismo, el Señor consigue que millones de personas se detengan, muchos en soledad, a pensar sobre el sentido de su existencia. Que se paren a considerar si vale la pena dedicar su vida a algo que puede desbaratarse en un mes por un virus de 0,5 micras.

Dios hace siempre más que nosotros y el Hijo nos lo enseña en la Encarnación.

El día de la Encarnación entra en el mundo para no hacer nada durante algunos años y después, hasta los treinta, no hacer nada extraordinario.

Nadie se engañe a sí mismo. Si alguno de vosotros se cree sabio según este mundo, hágase necio a fin de llegar a ser sabio. Porque la sabiduría de este mundo es necedad ante Dios (…). Así que nadie se jacte en los hombres, porque todo es vuestro: ya sea Pablo, o Apolos, o Cefas, o el mundo, o la vida, o la muerte, o lo presente, o lo por venir, todo es vuestro, y vosotros de Cristo, y Cristo de Dios (1 Cor 3, 18ss). Dios nos recuerda -también con los sucesos recientes-: todo está en mis manos.

Entonces ¿qué nos queda hacer a nosotros? ¿Es que no podemos hacer nada por este mundo, por la gente, por nuestros allegados? ¿Tendremos que ponernos en posición fetal y esperar a que Dios actúe?

No. Pero hay que dejar actuar a Dios.

En la vida de Cristo ésta es una -si no la- enseñanza principal. Dios Padre va marcando el plan y tu te vas adaptando.

No se trata de que Dios se adapte al tuyo. Estoy seguro que, desde el punto de vista de su humanidad, Cristo no entendía muchas de las decisiones de su Padre.

Nueve meses de embarazo, ¿no podemos saltar esta parte? Treinta años de vida oculta, ¿no bastaría con un par de años? Muerte en la Cruz: Padre, aparta de mí esta copa. Pero Jesús nos enseña cómo se responde a lo que no se entiende no se haga mi voluntad, sino la tuya (Lc 22, 42). Buscaré hacer tu voluntad por este nuevo camino que no esperaba.

Ahora, Dios Padre nos está proponiendo el confinamiento. Un momento que puede parecer absurdo, una pérdida de tiempo, una contradicción… pero que como todo en los planes de Dios tiene su sentido.

El momento presente no es un error del sistema, es un escenario para nuestro crecimiento, para nuestra unión con Dios y los demás, si sabemos encontrarle el sentido.

No es difícil mirando a Cristo, aparentemente separado de la Misión para la que vino al mundo, mientras trabaja en un taller, pone la mesa o asiste a la sinagoga (¿para aprender, qué?!). Jesús entiende que el momento presente, el escenario en el que nos ha puesto Dios es el lugar perfecto para mi crecimiento: el momento más rico es el momento presente. Sólo tengo que preguntarle a Dios: ¿cómo quieres que lo viva?.


“El momento presente es siempre como un embajador que manifiesta la voluntad de Dios, y el corazón fiel le responde siempre: fiat. Así el alma en todas las situaciones se encuentra en su centro y lugar. Sin detenerse jamás, va viento en popa, y todos los caminos y maneras la impulsan igualmente hacia adelante, hacia lo ancho e infinito: todo es para ella, sin diferencia alguna, medio e instrumento de santidad, en tanto considere siempre que eso que se presenta es lo único necesario” [3].


Ahora, en estos días, no perdamos tiempo en lamentos. En aquello que no puedo hacer, o aquello que parece perjudicado por esta situación. Preguntémonos: Dios mío, ¿cómo quieres que pase estos días?

Y descubriremos ocasiones de amor de Dios, ocasiones de vencer la pereza, de mejorar, ocasiones de apostolado, de conversaciones, de fraternidad, de ayuda…

Vamos a aprovechar este tiempo.

Vamos a imitar a Cristo sacando partido -con expresión de JP de Caussade- al "sacramento del momento presente”.

Cuya eficacia en cada uno de nosotros, como todo sacramento, dependerá de la fe con la que lo acojamos, del amor con el que lo vivamos. "El momento presente es, pues, como un desierto, donde el alma sencilla sólo ve a Dios, y de Él goza, sin ocuparse de nada más que de lo que Él quiera de ella: todo lo demás queda a un lado, olvidado, abandonado a la Providencia" [4].

María es madre del Verbo y -de alguna forma- imagen de la Imagen.

Cristo nos enseñó a rezar así: Hágase tu voluntad. Padre, que se haga como tu quieras.

María reza así: hágase en mí según tu palabra. Que sea como tu quieres.

Madre, ayúdanos a reflejar la imagen de Cristo, rezando así: Padre, que estos días, se haga en mi vida lo que tu quieras.


Enrique Bonet Farriol

 

[1] San Josemaría, Santo Rosario, La Anunciación.

[2] Cf. Francisco, Evangelii Gaudium, 94.

[3] J. de Caussade, El Abandono en la Divina Providencia, cap. IX.

[4] Ibid.

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