"Cualquier tiempo pasado fue mejor", es una frase que se repite independientemente del tiempo... lo que demuestra que no es muy cierta. Lo que sí parece cierto es que puede convertirse en una excusa permanente para no hacer nada. Interesante fue encontrar este artículo de Martín Descalzo, en su libro Razones desde la otra orilla. Es de 1992 y sigue siendo actual... y seguirá siéndolo en 2050...
Cada vez me encuentro más personas que viven asustadas por la marcha del mundo. Son, tal vez, padres que me paran por la calle para contarme que la «juventud está perdida», que ya no saben qué hacer para defender a sus hijos del ambiente que les rodea. O son mujeres que me escriben lamentando el clima sucio que en los medios de comunicación y en las calles se respira. O jóvenes que no saben lo que quieren o adónde van. O sacerdotes angustiados porque perciben esa crecida de la angustia de sus fieles ante la crisis económica. Y casi todos terminan sus lamentaciones con la misma frase: «¿Adónde vamos a parar?»
Yo entonces les doy la única respuesta que me parece posible:
«Vamos adonde usted y yo queramos ir.»
E intento recordarles dos cosas.
La primera es que, aunque es cierto que el ambiente y las circunstancias influyen tremendamente en la vida de los hombres, es, en definitiva, la propia libertad quien toma las grandes decisiones. Vivimos en el mundo, es cierto, pero cada uno es hijo de sus propias obras y, por fortuna, al final, hay siempre en el fondo del alma un ámbito irreductible en el que sólo manda nuestra propia voluntad. La Historia está llena de genios surgidos en ambientes adversos. Beethoven fue lo que fue a pesar de tener un padre borracho; Francisco de Asís descubrió la pobreza en un ambiente donde se daba culto al becerro de oro del dinero; todos los intransigentes no arrancaron un átomo de alegría a Teresa de Jesús.
Hoy, me temo, todos tenemos demasiada tendencia a escudarnos en el ambiente para justificar nuestra propia mediocridad.
Y llega el tiempo de que cada hombre se atreva a tomar su propio destino con las dos manos y a navegar, si es preciso, contra corriente.
Dicen -yo de esto no entiendo nada- que los salmones son tan sabrosos porque nadan en aguas muy frías y porque nadan río arriba. Ciertamente los hombres -de éstos entiendo un poquito más- suelen valer en proporción inversa a las facilidades que han tenido en sus vidas.
La segunda cosa que suelo responder a mi amigos asustados que se preguntan adónde va este mundo es que «el mundo» somos nosotros, no un ente superpuesto con el que nosotros nada tengamos que ver. Si el mundo marcha mal es porque no funcionamos bien cada uno de sus ciudadanos, porque no habría que preguntarse «adónde va a parar el mundo», sino hacia adónde estoy yendo yo.
Porque, además, a nadie se nos ha encargado en exclusiva la redención del mundo. Sólo se nos pide que hagamos lo que podamos, lo que está en nuestra mano.
Por ello, ¿qué hacer cuando las cosas van mal? Yo creo que pueden tomarse cuatro posturas: tres, idiotas (gritar, llorar, desanimarse), y sólo una, sería y práctica (hacer).
En el mundo sobran, por de pronto, los que se dedican a lamentarse, esa infinita colección de anunciadores de desgracias, de coleccionistas de horrores, de charlatanes de café, de comadrejas de tertulia.
Si algo está claro es que el mundo no marchará mejor porque todos nos pongamos a decir lo mal que marcha todo. Es bueno, sí, denunciar el error y la injusticia, pero la denuncia que se queda en pura denuncia es aire que se lleva el aire.
Menos útiles son aún los llorones, aunque éstos encuentren una especie de descanso en sus lágrimas. A mí me parecen muy bien las de Cristo ante la tumba de su amigo, pero porque después puso manos a la obra y le resucitó. Y me parecen estupendas las de Maria, porque no le impidieron subir hasta el mismo calvario. Pero me parecen tontas las de las mujeres de Jerusalén, que lloraron mucho, pero luego se quedaron en el camino sin acompañar a Aquel por quien lloraban.
Peor es aún la postura de los que, ante el mal del mundo, se desalientan y se sientan a no hacer nada. El mal, que debería ser un acicate para los buenos, se convierte así en una morfina, con lo que consigue dos victorias: hacer el mal y desanimar a quienes deberían combatirlo.
La única respuesta digna del hombre -me parece- es la del que hace lo que puede, con plena conciencia de que sólo podrá remediar tres o cuatro milésimas de ese mal, pero sabiendo de sobra que esas tres milésimas de bien son tan contagiosas como las restantes del mal.
El mundo no estaba mejor cuando Cristo vino a redimirlo. Y no se desanimó por ello.
A la hora de la cruz le habían seguido tres o cuatro personas, y no por ello renuncia a subir a ella. Ningún gran hombre se ha detenido ante la idea de que el mundo seguiría semipodrido, semidormido a pesar de su obra. Pero ese esfuerzo suyo -tan fragmentario, tan aparentemente inútil- es la sal que sigue haciendo habitable este planeta.
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