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Enrique Bonet

Bomba de fusión

Actualizado: 13 oct 2021


6 de agosto de 1945. Una fecha lamentablemente famosa: la aviación de EEUU lanza la bomba atómica (de fisión) sobre Hiroshima. La llamaron little boy. Mueren 70000 personas al instante. Pero en los próximos meses, mueren casi otras 70000 a causa de las quemaduras y la radiación.


En el epicentro de la bomba no queda prácticamente nada en un kilómetro y medio a la redonda.


Allí, en Hiroshima, vivien cuatro jesuitas. Su convento está a un kilómetro del lugar de la caída de la bomba. En ese momento están allí los cuatro. Uno estaba celebrando Misa y los otros tres se encontraban en el convento.


Después de la explosión, han saltado miles de cristales por los aires, varios muebles se han roto. Tienen heridas, principalmente leves… pero han sobrevivido los cuatro.


El convento no ha caído como la mayoría de las casas de la zona. Pero… ¿y la radiación? Lo más lógico es que mueran por los efectos de ésta pero al cabo de 30 años, seguían los cuatro vivos… ¿Qué había pasado?


Ellos mismos respondieron: la Virgen nos protegió: vivíamos el mensaje de Fátima y rezábamos juntos el Rosario todos los días.

Hoy quería comenzar la oración dándonos cuenta de que nosotros -gracias a Dios- podemos decir lo mismo: Vivimos el mensaje de Fátima y rezamos el Rosario todos los días. ¡Qué paz y qué confianza nos tiene que dar esto!


Nosotros no tememos una bomba, ni una catástrofe, ni siquiera una pandemia. Nosotros tememos a aquel que puede destruir el alma y el cuerpo en el infierno (Mt 10, 28). Y con el Rosario nos sabemos protegidos del mal, de la confusión, de la mentira y la tiniebla.


Luis María Grignon de Montfort tiene un libro que se titula “El secreto admirable del santo rosario”. Allí nos cuenta lo que sucedió a Santo Domingo de Guzmán, que fue el gran promotor del Rosario en el s.XIII.

“…en una ocasión estaba Santo Domingo de Guzmán predicando el Rosario y le llevaron un hereje albigense poseso por demonios, a quien exorcizó en presencia de una gran muchedumbre.


Durante el exorcismo, los demonios le dijeron al santo que con el Rosario que predicaba, llevaba el terror y el espanto a todo el infierno, y que él era el hombre que más odiaban en el mundo a causa de las almas que les quitaba con esta devoción.


Santo Domingo arrojó su Rosario al cuello del poseso y les preguntó a cuál de los santos del cielo temían más y cuál debía ser más amado y honrado por los hombres. Los enemigos, ante estas interrogantes, dieron gritos tan espantosos que muchos de los que estaban allí presentes cayeron en tierra por el susto.


Los malignos, para no responder, lloraban, se lamentaban y pedían por boca del poseso a Santo Domingo que tuviera piedad de ellos. El santo, sin inmutarse, les contestó que no cesaría de atormentarlos hasta que respondieran lo que les había preguntado. Entonces ellos dijeron que lo dirían, pero en secreto, al oído y no delante de todo el mundo. El santo, en cambio, les ordenó que hablaran alto, pero los diablos no quisieron decir palabra alguna.


Santo Domingo cansado ya da tanta historia, invoca a la Virgen y ella se le aparece y obliga a los diablos a hablar y comienzan a gritar:


“¡Oíd, pues, cristianos! Esta Madre de Cristo es omnipotente y puede impedir que sus siervos caigan en el infierno. Ella, como un sol, disipa las tinieblas de nuestras astutas maquinaciones. Descubre nuestras intrigas, rompe nuestras redes y reduce a la inutilidad todas nuestras tentaciones. Nos vemos obligados a confesar que ninguno que persevere en su servicio se condena con nosotros.


Un solo suspiro que ella presente a la Santísima Trinidad vale más que todas las oraciones, votos y deseos de todos los santos” (El Secreto Admirable del Santísimo Rosario, nn. 101ss).

Del enemigo el consejo, como decía un Santo.


Cuando rezamos el Rosario la luz de María disipa las tinieblas de la mentira y nos ilumina para amar como ama Dios.


El Rosario es compartir con María, contemplar con María, rezar con ella, y aprender de ella, nos hace que participemos de su forma de amar a su hijo.


Por eso dice Luis María: “Todos los herejes … tienen horror al Avemaría. Quizás aprenden el Padrenuestro, pero no el Avemaría. Preferirían llevar sobre sí una serpiente antes que una camándula. Entre los católicos, aquellos que llevan la marca de la reprobación apenas si se interesan por el Rosario, son negligentes en rezarlo o lo recitan tibia y precipitadamente.


Aunque yo no aceptara con fe piadosa lo revelado al Beato Alano [que habla de ésto], me basta la experiencia personal para convencerme de esta terrible y a la vez consoladora verdad. No sé ni veo con claridad cómo una devoción tan pequeña puede ser señal infalible de eterna salvación, y su defecto, señal de reprobación. No obstante, nada hay más cierto” (El Secreto Admirable del Santísimo Rosario, n. 50).


No sé por qué ni me lo preguntes -viene a decir- pero por mi experiencia sé que quién reza el Rosario, acaba bien.


Reza el poema:


El altar de la Virgen se ilumina, y ante él, de hinojos, la devota gente su plegaria deshoja lentamente en la inefable calma vespertina. Rítmica, mansa, la oración camina con la dulce cadencia persistente con que deshace el surtidor la fuente, con que la brisa la hojarasca inclina. Tú, que esta amable devoción supones monótona y cansada, y no la rezas, porque siempre repite iguales sones, tú no entiendes de amores y tristezas: ¿Qué pobre se cansó de pedir dones? ¿Qué enamorado de decir ternezas?

(Enrique Menéndez y Pelayo)


Ese repetir, ese ir y volver que Unamuno comparaba al oleaje del mar. Siempre igual y siempre distinto. Que parece ineficaz y en realidad destroza la roca y esculpe el relieve de la costa...

Nos acordamos de lo que también decía San Josemaría sobre esa repetitividad.


“Virgen Inmaculada, bien sé que soy un pobre miserable, que no hago más que aumentar todos los días el número de mis pecados...” Me has dicho que así hablabas con Nuestra Madre, el otro día.

Y te aconsejé, seguro, que rezaras el Santo Rosario: ¡bendita monotonía de avemarías que purifica la monotonía de tus pecados! (Surco 475).

A veces hablamos mucho de lo que se puede conseguir con el Rosario… pero poco de cómo nos transforma el Rosario.

De como nos da paz (Como una especie de mantra católico, pero mucho mejor).

De cómo nos purifica.

De cómo nos configura con los amores del corazón de María.

De cómo nos hace contemplativos.


Esa canción tan conocida, aunque no fuera escrita para describir el Rosario, en ella se encuentra de alguna manera:

“Junto a ti María, como un niño quiero estar, tómame en tus brazos guíame en mi caminar.

Quiero que me eduques, que me enseñes a rezar, hazme transparente, lléname de paz”.


El Rosario, no es tanto pedir como cambiarme. Ponerse en manos de María y dejar que nos guíe ella por el camino de hacerse como niños.

El Rosario es eficacísimo para los que emplean como arma la inteligencia y el estudio -explica San Josemaría-. Porque esa aparente monotonía de niños con su Madre, al implorar a Nuestra Señora, va destruyendo todo germen de vanagloria y de orgullo (Surco 474).


Una de las fórmulas que la liturgia en catalán prevé antes del Padrenuestro es:

“nosotros no sabemos rezar como es debido, por eso el Espíritu viene en nuestra ayuda y nos anima a decir: padre...”


En el Rosario el Espíritu actúa por medio de María.


¿Qué le vamos a pedir a Dios? No sé; que decida María. Que decida Ella cuando. Cómo pedirlo.


En el rosario nosotros simplemente ponemos el problema en sus manos. Más o menos, como haría algún familiar en las bodas de Caná. Seguramente los novios estaban demasiado ocupados como para enterarse de lo del vino, pero probablemente sí estaba en ello la madre de la novia. Se acercaría a María en un aparte y le diría:


-Se nos está acabando el vino. No sé que hacer. ¿Qué hago? ¿Me voy a comprar… y dejo a mi hija sola el día de su boda? ¿Dónde encontrar vino? ¿Aguamos el que nos queda? Estoy liadísima. No se que hacer… y precisamente eso es lo que hacemos en el Rosario.


Vamos a María y le decimos: ruega por nosotros. Que no es sólo ruega por mi persona, por mis problemas. De alguna manera también le decimos a la Virgen: Ruega por mi; reza en mi lugar.

Pídeselo a Jesús como tu quieras. Si tu quieres. Y si te parece, pídele otra cosa. Tu lo sabes mejor.


En el Rosario, que es oración contemplativa, nos sucede como a Melanie, una de las videntes de la aparición de la Salette. Se nos cuenta en el relato:


¡Oh Dios mío!, -exclamó Melanie dejando caer la vara que llevaba. Algo fantásticamente inconcebible la inundaba en ese momento y se sintió atraída, con un profundo respeto, llena de amor y el corazón latiéndole más rápidamente. Vieron a una Señora que estaba sentada en una enorme piedra. Tenía el rostro entre sus manos y lloraba amargamente. Melanie y Maximino estaban atemorizados, pero la Señora, poniéndose lentamente de pie, cruzando suavemente sus brazos, les llamó hacía ella y les dijo que no tuvieran miedo. Agregó que tenía grandes e importantes nuevas que comunicarles. Sus suaves y dulces palabras hicieron que los jóvenes se acercaran apresuradamente. Melanie cuenta que su corazón deseaba en ese momento adherirse al de la bella Señora.


María, en el Rosario, haces que suceda ésto: que nuestro corazón se funda con el tuyo.




Enrique Bonet Farriol





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